Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

sábado, 28 de noviembre de 2009

Tres fotos de familia


Foto #1. La vida me pone por delante una escena despiadada, de esas que uno no querría tener jamás que contemplar. El tema de la instantánea es la Familia, según la misma acepción de la palabra que posibilita que se llamen “de familia” los juzgados donde se cuecen los divorcios. Vemos a un hombre roto, destrozado, el pudor me impide mirar a comprobar si al borde de las lágrimas.

El motivo no es que quiera otro coche o más dinero, ni que su equipo de fúbol no le gane, el motivo es que su ex mujer no le deja ver a sus hijos. Adelante el proceso abrasivo: abogados, jueces, convenios, crujir de dientes. Vemos a un hombre adulto, un profesional, un divorciado, al que al parecer aún le queda bastante que pagar por sus culpas.


Foto #2. Pero yo he visto de cerca el revés de aquella foto, no salgo en ella pero podría decir que la he tomado yo. La foto de una mujer aficionada a las fotos a la que razones inexplicables –o demasiado dolorosas para explicar- le han arrebatado su matrimonio y lo que es peor: su familia, suponíamos que feliz. En la foto salen también sus dos hijos, uno es capaz de valerse por sí mismo, pero arrastra desde entonces una incurable cojera. El otro retoño era el más indefenso del mundo, ese al que nadie jamás querría abandonar.

Quien no sale en la foto es el padre de las criaturas, cuyo contacto con su prole se reducirá a partir de ese momento al mínimo estricto que el juez impone.

Antes pensaba que la Familia era un valor absoluto, un invariante como el sol o la tierra, la lluvia o la Ley de la Gravitación Universal. Antes pensaba que la Familia era lo más verdadero, y esa falla congénita (“A los familiares no se los puede elegir, a los amigos sí”) me parecía una gran virtud más que defecto alguno. Ahora me he dado cuenta de que no es así, de que la Familia es una commodity más en el parqué de nuestra sociedad. Así, constantemente se escriben leyes para regularla, se la define desde los más rocambolescos púlpitos, religiosos y laicos, se hacen espléndidas obras como la peli Familia (1996), que yo pensaba una sátira y resulta que es hiperrealista.


Foto #3. Pese a todo, me he prometido acabar con una nota positiva (no diré “amable” porque amable es como se pone la gente cuando se emborracha). A mi alrededor se suceden frenéticos preparativos para homenajear a una persona de familia, homenaje que se centrará en su faceta profesional pero en el que han de tener un destacado papel los descendientes de esa persona.

Esta foto es antigua, muy antigua, en blanco y negro, fue tomada en el primer tercio del siglo XX. El interés de los descendientes por el homenajeado (que tuvo cuatro hijos varones y cuatro hembras, como se decía antes) es un reflejo del que tuvo en vida este hombre por todos sus familiares, algo que se puede inculcar pero no se puede fingir, y que desde luego, no todas las familias tienen.


Indagando en la vida del homenajeado surge la figura de su padre (la de su madre, es una pena, queda en la sombra, lo mismo que la de su esposa: el signo de los tiempos). Surgen las figuras de sus hermanos, también profesionales de renombre en sus respectivos campos, las de sus hijos, sobrinos y nietos. Creo que sus bisnietos todavía no han llegado a nada. Se puede ver la fuerza de una familia, lo más positivo que podemos encontrar en esta institución, los lazos, el cariño, lo bueno y lo malo también, que nunca se soslaya.

A través de imágenes así –pueden ser fotos, cartas, papeles oficiales, recuerdos- se puede reconstruir una vida al modo en que lo hacen los museos y ciertas biografías. Es necesario agarrarse a estos ejemplos, no ignorar que nos precedieron, si como yo, se quiere continuar mirando a la Familia con algún tipo de esperanza.

jueves, 26 de noviembre de 2009

Sting: ¿Genio o coñazo?


Me decía el buen Kike hace un par de días cómo era esto de la nostalgia por la patria chica de uno. Él hablaba de lo que supone estar a más de 2.000 km; la distancia es psicológica, las mismas sensaciones nos valen para los que están a 5.000 o a 99. Por aquello de la extrañeza o la desnaturalización, hoy me ha venido a visitar un tal Sting y me ha susurrado al oído las siguientes palabras, que a continuación fielmente transcribo:

“Bebo café y té descafeinados,
me gusta una entera de mollete;
como se puede oír en mi acento cuando hablo,
soy uno de Miciudad en Cosica.
Me veis andando por El Real,
un perro suelto a mi lado,
no se despega de mí:
soy uno de Miciudad en Cosica.”


Bromas aparte, no sé si escuchar al buen Sting es lo idóneo para combatir la nostalgia, pero heme aquí que me encontraba imbuido en estas cavilaciones cuando me ha asaltado una cuestión muchísimo más urgente. Sting, ¿eh? Habría tanto que decir sobre él… Gordon Mathew Thomas Sumner, hizo campaña por el Amazonas, era amigo de Pavarotti, aparecía en mi libro de Lengua de 4º de EGB… los datos interesantes sobre su figura se acumulan y sin embargo la duda que me acucia permanece sin resolver. A día de hoy, que hace un mes que sacó su último disco (algo de lo que no se ha enterado nadie), ¿continúa Sting resultando relevante?

Tal vez la pregunta adecuada sea aún más perentoria: ¿le gusta a alguien Sting hoy? Su personaje ha sufrido un ligero rejuvenecimiento subsumido en la última re-unión del grupo Police, que lo vio nacer musicalmente y le dio la fama. Pero Sting en solitario, antaño una figura respetadísima, a la que Canal + le dedicaba especiales, precursor de Bono en la defensa de causas benéficas absurdas… ¿quién no tenía al menos una cinta cassette de este hombre? ¿Quién tendría huevos de escucharla ahora? La respuesta es servidor de ustedes, para empezar. Este es el punto de partida de mi investigación.


Nos explica la siempre informativa web All Music Guide que Sting tuvo muchísimo éxito de ventas “durante su primera década en solitario”, es decir, entre 1984 y 1994, (precisamente el periodo que cubría su famosísimo recopilatorio Fields of Gold) y que luego simplemente, dejó de vender discos. Es verdad que medio volvió con Brand New Day (1999), esa especie de reinvención que le devolvió fugazmente a los candelabros, a los hits y a los Grammys. Pero no nos engañemos, su cosecha desde entonces (él, que nunca fue un artista prolífico) ha sido más bien magra. Regurgitaciones de sus éxitos en directo, duetos con Craig David, hasta culminar en ese disco de villancicos cultos que sacó hoy hace un mes, con el título robado a Italo Calvino de If On a Winter’s Night…

Estatuas Verdes, siempre en la incorrección política, siempre un paso (o más) detrás de las vanguardias, revela una gran verdad. Pese a toda su pomposidad, su uso espurio de instrumentación jazzística, pese a parecerse cada vez más físicamente a Nek (y no a la inversa, como era en un principio), el que mola es Sting en solitario y no The Police. Seguro, ¿quién no ha cantado en el Singstar alguna vez “Every Breath You Take”? ¿Quién no sabe que “Roxanne” va de una puta? ¿A quién no le gusta esa papilla de reggae blanqueado que dispensaban?


Y sin embargo, tengo que decir que The Police como grupo, su obra en conjunto, me parece a años luz de los auténticos Grandes del Pop, como Beatles, Rolling Stones, Simon & Garfunkel, me atrevería a decir que hasta Queen. Nunca supe ver qué misticismo o qué magia ejercieron en sus legiones de fan (que a mí jamás me alcanzó) para encumbrarlos hasta donde lo han hecho. ¿Cuál era el secreto, que Sting tocaba con tirantes? La respuesta me elude.

Contra todo pronóstico, cuando el buen Sting abandona la frescura que le proporcionaba el formato de una banda de “rock” new wave y se pone trascendente es cuando realmente me empieza a interesar. Solo Elvis Costello en Gran Bretaña ha alcanzado, creo, las cimas literarias que ha alcanzado Sting en sus canciones pop. Sting ha sido un tipo ambicioso, sesudo, se vestía de rey antiguo en los videoclips (que rodaba en blanco y negro, para parecer más cultureta todavía) pero a mi juicio la jugada le ha salido bien artísticamente.


El andoba lo mismo te habla de la alienación de un emigrante (“Englishman in New York”), que de las dictaduras del Cono Sur (“They Dance Alone”), que de la Guerra Fría (“Russians”), que de Dios-sabrá-qué (pero que incluye Jerusalén y unas ruinas: “Mad About You”). Lo mismo te cita a Chaucer que te coge un sampler de Mussorgsky. ¿Quién dijo que el arte postmoderno tenía que ser aburrido? Alguien que no lo conoce, eso seguro.

No es menos cierto que el cambio de siglo no le ha sentado muy bien al provecto Sting, que ha perdido poder mediático (que no prestigio) y que hoy por hoy el tipo es menos relevante que el Partido Carlista. Así y todo, considero que la obra en solitario que ha dejado merece una revisión, por no decir un acercamiento sin prejuicios. No es menos cierto que Sting es un artista que le gustaba a nuestros hermanos mayores –y como nos descuidemos, a nuestros padres- pero así y todo su música libresca y sus intentos por trascender las producciones de pop AOR deben tener un huequito en nuestros corazones (ya que no en el panorama estilístico actual).

Ah, y tranquilos. Que If On a Winter’s Night… ha sido Número 1 en las listas de Polonia!

miércoles, 25 de noviembre de 2009

Tormenta sobre Alejandría


-“¿Lo creerás, Ariadna? –dijo Teseo. El Minotauro apenas se defendió.”
(Jorge Luis Borges)





Bien sabéis que los médicos me tienen prohibidísimos los libros largos: 200 páginas son la zona del confort, hasta 300 las miro con desconfianza, y más allá solo consumo volúmenes mediante estricta prescripción facultativa. Esta puede venir en forma de excelentes críticas, el estatus de “clásico”, o la recomendación de personas especiales. En el caso que hoy me ocupa se daban dos de tres (el clasicismo le está vedado a un autor vivo, vous comprenez), y por eso me zambullí sin pensármelo dos veces en Tormenta sobre Alejandría (2009), la última novela de Luis Manuel Ruiz, que tiene más de 400 páginas.

Vaya por delante otra advertencia: nunca leo novela histórica. El propio autor puso un disclaimer en su blog contando que no había pretendido hacer “novela histórica” (esa lacra que azota los anaqueles de nuestras librerías), sino una novela de intriga en la historia, esto es, ambientada en la Antigüedad. Me parece razonable, lo primero que se me viene a la cabeza es El nombre de la rosa (1980), que casualmente es mi libro favorito (y eso es decir algo). La novela de Umberto Eco es un referente constante en Tormenta sobre Alejandría. El otro gran referente (al menos moral) es Jorge Luis Borges, con sus cuentitos sobre bibliotecas y sobre laberintos.


¿De qué trata, pues, Tormenta sobre Alejandría? La historia es simple: en la Alejandría de los albores del siglo V d.C., una ciudad rebullente con la consolidación del cristianismo y los sustratos clásicos filosófico y pagano, que formaba parte del problemático Imperio Romano de Oriente, se suceden una serie de crímenes de filiación teológico-libresca. El encargado –a su pesar- de aclararlos es el Duque Demeas, cargo que Luis Manuel Ruiz asemeja más a un detective moderno que a un gobernador militar de la plaza, en una de las muchas licencias que el autor dice haberse tomado.

A partir de aquí se sucede una trama adictiva a la que ningún resumen podrá hacer justicia, aparte de que no tengo ningún interés en desvelar los varios misterios en los que descansa (unos más sorprendentes que otros, que hasta yo pude prever). Si se me permite el símil, la lectura de Tormenta sobre Alejandría resulta igual que montarse en una de esas atracciones tipo montaña rusa acuática: la cosa tarda un ratito en subir y parece que no es nada, pero una vez alcanza la cima no hay vuelta atrás: la caída es adrenalínica, y todo el mundo termina salpicado de gusto.



De igual modo, esta novela tiene tres partes, con la primera tardé en involucrarme (¿defecto mío al no estar acostumbrado a las obras largas?) pero poco a poco la cosa se va animando, y ya el último tercio del libro me resultó tan urgente que me lo leí casi de un tirón. La resolución de Tormenta es altamente satisfactoria, y me atrevería a decir que no deja ni un solo cabo suelto, pese a haber ido sembrando toda la historia de miguitas de pan que corrían el riesgo de quedar olvidadas. Con todo, la trama es meritoria pero la excelencia del libro no reside en ella, sino en su uso del lenguaje.

He oído y leído frecuentes alabanzas a los personajes construidos por Luis Manuel Ruiz para Tormenta sobre Alejandría, y no hay injusticia en ellas. El “óptimo Duque”, un tipo amargado que parece transplantado de la novela negra, la siempre estimulante Clea, esclava nórdica en Egipto, la hipermediática Hipatia, no tan abierta de mente como cabría suponer, el “honorable Lámaco”, anciano inteligente pero repugnante, y toda una galería de secundarios (obispo Cirilo, el director del Museo, el Venerable Hilario) de los que mi favorito ha sido el paniaguado Pólux Poncio, un aprendiz de detective tocahuevos en el mejor sentido de la palabra.


Los personajes, then, canela, pero la medalla de oro se la lleva el estilo, el lenguaje, como ya he dicho. Luis Manuel Ruiz es dado a la frase lapidaria, a la imagen y el símil, a descripciones que otro hubiera hecho naufragar pero de las que él sale victorioso dados su vasta cultura y léxico. En una docena de ocasiones he debido acudir al diccionario de la RAE mientras leía Tormenta, y eso es algo que en mi planeta supone un grandísimo elogio. La voz del narrador de la novela impone un tono entre lo descreído y lo fascinado, y no entro en más cuestiones narratológicas para no revelar ningún secreto.

Doy por hecho que la ambientación histórica (en ese mundo egipcio/griego/romano) es excelente, salvadas las morcillas que el autor ya ha confesado. En realidad da igual siempre que la obra sea buena, como cuando en los tiempos de Shakespeare salía un pavo con un letrero que ponía “Verona” y ya teniámos ambientada Romeo y Julieta. Yo no me voy a meter en si las pibas de esos años llevaban peplo o quitón, o si tal o cual cita corresponde a Crantor el Solense o a Diógenes Laercio. Y sin embargo, el debate intelectual que presta armazón a toda la novela, hace que Tormenta se pueda disfrutar a distintos niveles intelectuales, lo mismo que El nombre de la rosa, que es su modelo. Aquí también hay una bibilioteca (la de Alejandría), libros prohibidos, herejías, discusiones teológicas, asesinatos bizarros...


¿Y Borges? Están el laberinto, la biblioteca, la bibliofilia, la erudición hereje, y un cierto deje en el estilo que, según le dé la luz, tiene regusto al argentino. Ya lo dijo Umberto Eco: “Ciego más biblioteca igual a Borges”. Una última cautela antes de exhortaros a que dejéis lo que estéis haciendo y corráis a comprar Tormenta sobre Alejandría. Sería ridículo no hablar de Ágora (2009) en relación a esta novela, tanto como basar su crítica en una comparación entre ambas. El buen Luis Manuel Ruiz tenía ya la obra pensada y bien empezada cuando supo de la existencia de la peli de Amenábar, en broma comenta que barajó el suicidio y al final optó –filosóficamente- por continuar con su novela que, ni es la vida de Hipatia ni es un panfleto anticristiano.

Pero sale Hipatia, y el autor me perdonará que yo me la imagine como Rachel Weisz en vez de pelirroja como él la pinta. Leed Tormenta sobre Alejandría sin prejuicios, pues no tiene (casi) nada que ver con Ágora, lo mismo que El día más largo (1962) no tiene nada que ver con Soldado Ryan (1998) más allá de cuatro nombres o fechas. Leed esta novela porque en una época en la que hay gente por ahí diciendo que no entiende cómo se compran, leen y atesoran libros viene de putísima madre un loco que te recuerde con tanto estilo por qué lo seguimos haciendo, igual que hace diecisiete siglos.

lunes, 23 de noviembre de 2009

A.D.M.I.N.I.S.T.R.A.T.I.V.O.S.

(El buen Chris Elliott sabrá entender mi plagio como un homenaje…)



“Querido diario:

Sé que no he visitado tus páginas muy asiduamente en los últimos tiempos, de hecho creo que es la primera vez que escribo desde que desenterré aquella lombriz gigante en el jardín a los 15 años. El motivo de que hoy me decida a hacerlo, sin embargo, es que he vuelto a entrar en contacto con ese ente mágico y maravilloso que ha cambiado mi vida y la de tanta gente: la Administración”.

Al igual que hay personas como Chris Peterson o Fran G. Matute que admiran a los Obreros de la Construcción y ansían más que nada entrar a formar parte de su exclusiva hermandad, mis inclinaciones de ratón de biblioteca me llevan a admirar a un grupo profesional mucho más humilde aunque poderoso: los administrativos. Ellos (y no los políticos ni los tertulianos del cuore) son los que, desde la sombra, verdaderamente rigen nuestros destinos. Y si no fijáos cómo en todas las instituciones públicas tienen un despacho propio: la maravillosa Administración o Secretaría.


Si hemos de hacer caso a los tebeos de Astérix (¿y por qué no habíamos de hacerlo?), la burocracia y la Administración son un invento romano para hacernos la vida más fácil. Ya dejó constancia de aquello Astérix con su “casa que enloquece”, verdadero paraíso de pólizas, pliegos, formularios, anexos y solicitudes oficiales. “Oficiales” aquí es la palabra que me excita, amigos. Me pone como una moto. Algo que no sea “oficial” no vale más que un pimiento, da igual que estemos hablando de una Escuela Oficial de Idiomas o del chándal oficial del Recreativo de Huelva.

Mi bendita madre siempre llamó a la sede de la Consejería de Educación “el Castillo de Irás y no Volverás”… ella y su afición por los cuentos infantiles, que con tanto mimo supo inculcarme. Pero la Administración no está aquí para cuentitos, ni para sandez alguna: solo se ocupa de las cosas serias. Sabedores de esto, mis dos progenitores me curtieron desde infante en una especie de agogé burocrática, haciéndome acudir solito a las colas de las ventanillas, rellenar impresos e interpretar documentos oficiales (algo que no les agradeceré lo bastante, porque en estas colas se conoce a gente interesantísima: una vez me topé con Alfonso Guerra).


Así, matricularse de algo, pedir un certificado, solicitar becas, rellenar el censo, qué placeres, amigos. Siempre lo he hecho con alegría, pero siempre una pena ha ensombrecido mi rostro: lo hacía como un amateur. A mi lado veía, orgullosos, a esos campeones del papeleo, auténticos profesionales, a esos aurigas de las oficinas que son, han sido y serán los administrativos. Con qué gracia sellan un expediente, con qué donaire te deniegan un permiso. Y lo hacen como los profesionales que son, lo mismo que los médicos, profesores o jueces: sin implicarse emocionalmente en el caso que traen entre manos.

¿Qué puede dar más alegría y fortalecer más el espíritu que ver a un administrativo o administrativa riñendo a alguien por teléfono para acto seguido (y sin solución de continuidad), lanzarle un rapapolvo a la persona que tienen esperando en la ventanilla porque resulta que se le ha olvidado compulsar tal o cual fotocopismo? No me malentendáis, amigos, los administrativos no son malos, ni todos son tiranuelos. En mi vasta (y basta) experiencia con ellos los he clasificado en dos grandes tipos: a) Administrativos de almendra y b) Administrativos de chocolate Suchard.


Los del tipo a) son los más duros, los más tenaces, los que te hablan riñéndote como ese padre déspota y borracho que nunca tuviste. Aquí debo decir –que me perdone Bibiana- que en esta categoría ganan por goleada las mujeres, ya que los hombres, cuando son administrativos de almendra, suelen decantarse más por el pasotismo y la ignorancia al usuario como formas de maltrato.

Los del tipo b) son más dulces y blandos, pero también crujen, faltaría más. Estos te riñen y afean tu conducta administrativa igualmente pero le saben dar otro toque, no sé, más didáctico, y es por tu propio bien. “Ay, ay! Cómo se te ocurre presentarte aquí sin un sello del Registro de Salida, ¿no ves?” También hay que decir que los administrativos de este tipo son los únicos de los que se tiene constancia de que le hayan solucionado algo al usuario en la Historia de la Humanidad.


De entre sus muchas habilidades arcanas (grapar, compulsar, reñir, denegar cosas, desayunar) la que yo más admiro con diferencia es la de Leer Boletines. Si la vida fuera un juego de rol, ellos en Leer Boletines tendrían 18 dados de seis caras, permítaseme la frikada. Hace años, una administrativa jubilada me confirmaba que leer el BOE o el BOJA era una habilidad superespecial de élite que les enseñaban, y que había que realizarla siempre con un subrayador fosforescente en la mano.

Servidor, pese al entrenamiento de décadas al que hice referencia seis párrafos más arriba, siempre que tiene que leer uno de esos boletines enormes se encuentra con el mismo problema: más le valiera leer en el original un texto de Gonzalo de Berceo, o qué cojones, del Poeta de Deor (un anónimo anglosajón del siglo X). Más iba a entender. Los administrativos no, ellos leen (por ejemplo) que unos rinocerontes están realizando en la Luna chanchullos con ajo de Corea y enseguida comprenden que se trata de que una cuadrilla de fontaneros está intentando timar a tu familia. Yo leo “La Ley X/XXXX de 16 de marzo dispone en su disposición adicional sexta que…” y así llevo todo el día tratando de desentrañar semejantes misterios. Mañana os cuento.

domingo, 22 de noviembre de 2009

Vive como quieras: Otra peli como las de antes


-“¡Bonito país sería este si todos dedicásemos nuestro tiempo a ir al zoológico y a tocar la armónica!”
(A.P. Kirby, Vive como quieras)




Se pregunta el buen Xabipop en su blog si 1939 fue el año de oro del cine. Personalmente lo dudo, ya que en 1939 precisamente John Ford perpetraba ese crimen contra la humanidad que algunos llaman La diligencia. Pero un año antes, un cineasta de los buenos, un tal Frank Capra, un siciliano, dejó rodada una obra maestra de la comedia amable como solo él las sabía facturar. Estoy hablando de Vive como quieras (1938), en inglés You Can’t Take It With You (No te lo puedes llevar). ¿Y qué es lo que no te puedes llevar? Pues el dinero al Otro Barrio. De ahí p’arriba.

Son esas comedias anticapitalistas que tan bien hechas están y que hoy día nos parecen casi de ciencia-ficción. Me encanta la comedia, y a veces se me olvida de que no es un invento moderno. Me sucedió una noche viendo Sucedió una noche (1934) –otra de Capra-, que me dejó sin aliento. Vive como quieras es casi tan buena, y tan feelgood que no entiendo por qué no la emiten también en Navidad junto a Qué bello es vivir (1946) –otra de Capra-. Os he engañado un poco, porque en 1939 Capra también rodó una obra maestra: Caballero sin espada. En los años 40, el buen Frank Capra hizo his bit por la causa Aliada rodando documentales de guerra, pero Vive como quieras pertenece a otra época, casi a otro planeta.


A ese planeta “inocente” de entreguerras en el que los USA eran un gran país de 48 estados, cuya marina no pegaba un tiro desde la Guerra de Cuba, donde los rusos todavía se veían como “buenos”, y estaba guay burlarse de los “ismos” (comunismo, fascismo, vudú-ismo, según Capra), un país tan democrático que se burlaba de los árboles de familia, y donde la fotosíntesis era todavía un misterio. Desgraciadamente, también había mucho espacio para el racismo y el machismo, pero, según Hollywood los hombres más odiados de América debían ser los magnates: los Rockefeller, Rotschild, Frick, Morgan, Ford…

Después de todo, el capitalismo salvaje había traído una crisis financiera e industrial con grandes tasas de paro y gente saltando por las ventanas (no sé si os suena de algo), y todo ¿por qué? Según Frank Capra, porque no se sabían divertir. O en el idioma de Estatuas Verdes, porque no tenían alma. Frente al Capital malvado está el embelesamiento de las “artes liberales”: la pintura, la música, la danza, la literatura, la pirotecnia. Vive como quieras, la peli entera, está cifrada en una escena memorable. El Sr. Poppins, contable con alma de juguetero, comienza haciendo odiosas sumas (no ha cometido un error en 20 años) cuando es distraído por el Abuelo Vanderhof, empresario que un día dejó la banca para dedicarse a coleccionar sellos.


Se ponen a hablar y Poppins acaba yéndose a casa de Vanderhof a hacer juguetes, se convierte en un “lirio del campo” (es la frase bíblica que usan), dándole la espalda a la ruda firma inmobiliaria donde le gritan y no lo valoran como persona. “You can’t take it with you”: da igual el dinero que tengas, porque no te lo vas a poder llevar. Y sin embargo el cariño y la amistad sincera (no motivados por la pasta) sí son valores verdaderos para Capra y su elenco.

No he dicho hasta ahora de qué va la peli, y a lo mejor no la conocíais. La historia es simple: un magnate-tiburón necesita para cerrar un negocio comprar una casa propiedad de una familia de chiflados y que es un refugio para todo el que quiere pasarlo bien y hacer lo que le viene en gana. La cosa se complica cuando el hijo del magnate (que es bueno y pretende estudiar la fotosíntesis) se enamora de la nieta de la familia chiflada, que es su secretaria. Romeo y Julieta tras la crisis del ’29.


Es divertido darse cuenta de que toda esta farra anticapitalista nos la esté sirviendo la Columbia Pictures Corporation para sacar dinero, existe la tentación del cinismo, pero también hay que recordar que en 1938 Vive como quieras se llevó dos Oscars (mejor peli y mejor director), y que, palmarés aparte, se trata de un producto de la máxima calidad. Siempre se ha dicho que la clave de la comedia es la temporalización, el cronómetro, y hay dos escenas de libro de texto en esta película. Una es entre los dos tortolitos en un parque, cuando ambos hablan de su amor, y él le habla a ella de la fotosíntesis, y aparecen unos chiquitines que les enseñan a bailar a cambio de una moneda. Delicioso. Pero la escena del millón de dólares es una en la casa de locos, cuando van a conocerse las dos familias (la de los ricos y la de los pasotas) y aquello acaba como el rosario de la aurora.

Toda mi vida he oído nombrar Vive como quieras como un reflejo de mi familia materna, que con sus defectos y virtudes (y excentricidades) ha buscado siempre la felicidad, lo cual admiro y he aprendido. Pero mi familia no son “lirios del campo”, también me han inculcado tener un pie en la tierra. Lo que me turba un poquito de la filosofía que preside esta peli es toda esa obsesión por “pasarlo bien” y “hacer lo que te apetezca” a toda costa. Eso mola mogollón, y en ciertos momentos diríase que es lo que guía mi vida pero, como escuché una vez en otra peli, “sin dinero no hay pequeñas cosas”. Así que toquemos la armónica, vayamos al zoo, y si eso, entre medio cumplamos también con nuestras obligaciones, por favor.

viernes, 20 de noviembre de 2009

El puente sobre el Río Kwai: Una peli como las de antes

-“¡No vuelva a hablarme de tratados! Esto es una guerra, y no un partido de cricket.”
(Coronel Saito, El puente sobre el Río Kwai)




De pequeño tenía una vecina cubana que cada vez que veía algo que le fascinaba por la tele exclamaba “¡Tardarán mucho tiempo en echar una película tan bonita como esta!” Es la sensación que me ha entrado a mí hoy, con la posible excepción de que la peli que he visto la llevan echando desde 1957: El puente sobre el Río Kwai. Y no es que no la hubiera visto nunca, que va, era la sexta vez o así que me la zampaba (la primera vez tuve la suerte de que en pantalla grande –glorioso David Lean- en una especie de cine club a los 8 ó 9 años). Pero debía hacer bastante tiempo que no le hincaba el diente al Río Kwai y hay algo en ella de lo que no me había dado cuenta.

Ahora resulta que El puente sobre el Río Kwai, una de mis pelis favoritas, la que yo tenía por la mejor peli de guerra de todos los tiempos es en realidad… una peli antibélica! ¿“Ahora resulta”, Porerror? Pues sí, señora: yo no me había coscado. A la altura de Teléfono rojo (1964) o Senderos de gloria (1957), ¿eh?, solo que se vale de otros métodos para hacernos llegar su mensaje. Donde el buen Kubrick utilizaba el humor negro o el melodramatismo para hacernos repudiar las guerras, Sir David Lean utiliza la naturaleza humana, con su variedad de emociones y caracteres, la grandeza, la miseria, la nobleza, la ruindad, el sacrificio, el escaqueo…


Al final, el mensaje es inequívoco: la guerra, esa actividad netamente humana como comer, reír, llorar, amar o cagar, es una auténtica locura. Es lo que exclama por dos veces (una vez en el doblaje español) el buen comandante de Sanidad Clipton al contemplar lo que ocurre al final de la película. El puente salta por los aires, un ferrocarril se precipita al río, pero también saltan y se hunden los sueños y –en cierto modo- la dignidad de un grupo de prisioneros de guerra británicos. El esfuerzo de guerra del bando Aliado contra el miniesfuerzo de guerra del batallón prisionero del Campo 16.

A su vez, la voladura del puente sobre el Río Kwai es la obra del microesfuerzo de guerra de un comando Aliado. De la integral entre 1939 y 1945 de todos estos diferenciales de esfuerzo saldrá la Victoria Aliada en la Segunda Guerra Mundial, o eso es lo que nos han hecho creer. Conviene recordar la frase inglesa de tiempos de guerra “to do one’s bit”, “hacer lo de uno”, contribuir cada uno con la parte que le toca en el esfuerzo bélico, fuera pegando tiros, limpiando botas, cargando sacas de correos, conduciendo furgonetas de leche o diseñando puentes.


El coronel Nicholson (Alec Guinness) entiende que su deber es liderar a sus hombres de acuerdo con las ordenanzas, y pretende dar una lección de Occidentalismo a los “salvajes e incivilizados” japoneses, que entre otras cosas le han hecho huir como una rata de Singapur, a él y a todo el ejército imperial británico en 1941, pero esa es otra historia. Los japoneses, como son tan tontos, aunque han dado un pisotón en todo el Sudeste de Asia y el Pacífico, no son capaces ni de construir un puente de palos en la selva. Menos mal que llegan los ingleses, que con su espíritu deportivo se lo construyen y les dan una lección de dignidad, sacrificio y capacidad de trabajo.

Pero análisis aparte, el éxito de El puente sobre el Río Kwai radica en que es un peliculón. Que me corrijan los expertos en cine, pero me parece que estamos ante una de las cumbres del Séptimo Arte, sin duda una de las mejores pelis de los años 50. La actuación de Alec Guinness ya ha pasado a la historia, justo es recordar la de Sessue Hayakawa (el autoritario coronel Saito, jefe del campo de prisioneros japonés). Tampoco están mal William Holden (el caradura americano Shears, supuesto protagonista), Jack Hawkins (el jefe comando británico) y James Donald (el mencionado Clipton).


Lo bueno de la peli es que la crítica antibélica viene envuelta en una auténtica historia de acción y aventuras. En realidad son dos pelis de guerra en una: la primera, una historia de camaradas presos (onda La gran evasión, 1963) y la segunda es de comandos (onda Los cañones de Navarone, 1961). A partir de ese momento, cualquier película de prisioneros de guerra o de comandos tendrá que compararse con la vara de medir de El puente sobre el Río Kwai, con la ventaja de que esta última trasciende ambos subgéneros, como corresponde a una obra verdaderamente grande y universal.

Mi criterio para saber si una peli de guerra es “buena” (aparte de entretenida y con más o menos carnaza bélica) es comprobar si gusta a gente que no le interesa la guerra para nada. Una buena historia, con personajes humanos, con tensión, con un desarrollo, con algo que aprender sobre nosotros mismos… todo eso lo encontramos fácilmente en la peli del puente y los prisioneros. Si nunca la habéis visto, os recomiendo que marchéis silbando a verla; si sí, que también. Tardarán mucho tiempo en echar una película tan bonita como esta, amigos. Porque lo que es en hacer otra igual de buena...

jueves, 19 de noviembre de 2009

Paracetamol/Costello


Escribo estas líneas desde la lucidez o más bien la alucinación que da la poca fiebre, más de 37 pero menos de 39, sabéis. La mucha me tendría postrado en cama, y ahora que lo pienso es como estoy, en cama, desdibujado, jodido… no sé si era el Millás o alguno de esos escritores que tanto admiráis quien dijo que se estaba de puta madre enfermo en cama, con fiebre, sudando, a gustísimo: qué poca idea tenía (también) en eso!

¿Gripe A? Saberlo a ciencia cierta implicaría unos análisis que no me van a hacer porque cuestan dinero, y en el fondo, ¿qué más da? Si hubiera seguido las instrucciones corporativas de mi empresa, ni siquiera hubiera debido ir al médico, solo quedarme en mi casa bebiendo zumo (os lo juro). Pero ya sabéis cuánto me gusta la desobediencia civil… La doctora me receta lo de siempre: reposo, mucho líquido, paracetamol y Elvis Costello. ¿No lo sabíais? E.C. es el único cantante del mundo con propiedades antipiréticas.

A lo mejor nunca os habéis dado cuenta, pero en cada disco de Costello viene una pegatina pequeña que dice “Alivio del dolor de intensidad leve o moderada. Estados febriles”. Yo lo llevo usando desde los 20 años, y he de confesar que me he vuelto un completo adicto. Hay otros muchos artistas pop que sirven como analgésico (Brian Wilson, Fito Páez) pero contra la fiebre solo hace efecto el gafotas pardillo londinense.


Intento leer esforzadas obras de autores posmodernos: ¡no lo intentara! Mi dolor de cabeza se acrecienta. Pongo la tele y la tengo que quitar enseguida. No aguanto las tonterías que echan y además me da mareo (clara señal de que estoy enfermo: yo, que me trago hasta los teletiendas del chef ese bigotudo que vende el papel film que se queda al vacío). Pruebo con cómics, que se me antojan más ligeros que los libros. Cómics Marvel, cómics belgas, El Jueves… todo en vano. De El País y el ABC ya ni hablamos: leo los editoriales y me creo que todo lo que dicen es verdad. No me hace falta ponerme el termómetro.

Tantas y tantas sesiones del telediario de Antena 3 sin supervisión médica no podían tener otro resultado, yo tenía que coger la gripe A. Me meto en la boca un paracetamol de 500 mg y meto en el discman el Imperial Bedroom (1982) de Costello. Consigo reducir la cosa a 37’2. Entre sueños, me visitan flashbacks de entrevistas al cantante londinense, trozos de sus letras, vídeos recientemente visionados en YouTube, como los de “Jacksons, Monk & Rowe” o “I Hope You’re Happy Now”. Tengo un sueño o visión (“según se prefiera”, que diría Umberto Eco) en el que voy en el coche de una amiga cantando la versión que hizo de “She” para la peli Notting Hill (1999).


Es mi cuerpo luchando contra la infección, lo mismo que me decía mi padre de chico que los calores febriles eran una manera que teníamos para defendernos de los gérmenes. Yo, que de chico también vi Érase una vez el hombre (como Rukia) y Érase una vez la vida, me imagino al virus en forma del tiñoso narigudo con cuerpo de gusanoide amarillento. Los glóbulos blancos lo atacan, pero esta vez cuentan además con un arma secreta: desde sus helicópteros, potentes altavoces atronan a los ácidos nucleicos con una versión de “(I Don’t Want to Go to) Chelsea” (jamás vi tan contentas a mis células T asesinas haciendo surf...).


Podría seguir relatando, pero debo volver a beber más agua, escribir en Internet también me fatiga, y además noto que se me están pasando los efectos del “God Give Me Strength” que me tomé antes de comer. En el prospecto de los discos de Elvis Costello también hay una advertencia que dice “La administración del producto está supeditada a la aparición de síntomas dolorosos o febriles, a medida que estos desaparezcan debe suspenderse la escucha”. Mañana será otro día, espero que pronto pueda volver a ponerme un disco de Teresa Rabal, o así. De Momento, Costello en vena: es lo que toca.

lunes, 16 de noviembre de 2009

El otro, el mismo


En noches como la de hoy conviene recordar esa película de Ivan Reitman titulada Los gemelos golpean dos veces (1988), interpretada por Danny DeVito y Sorsenague. El tema del gemelismo ha dado mucho que hablar, que escribir y que rodar. También los temas del “doble” o el espejo, y si no que se lo pregunten a Jorge Luis Borges (de quien he robado para el post un título, claro).

¿Quién no recuerda –tema subsidiario- obras de Oscar Wilde como El retrato de Dorian Gray (1890) y La importancia de llamarse Ernesto (1895)? En ambas figuraban variaciones del doble: un retrato que acumulaba la sordidez de su crápula dueño y modelo en la vida real, o el inefable Bunbury, aquel hermano canalla (y ficticio) al que culpar de todos los desmanes cometidos. El retrato acababa como el rosario de la aurora, y en La importancia creo recordar que al final todos los personajes resultaban ser hermanos y se casaban unos con otros, o algo así.


¿Significa esto que es mala idea fingir que se tiene un gemelo? Probablemente, salvo que viva uno en un tebeo o en una peli de Bette Midler. La versión española del gemelismo nos la brindó Lina Morgan en su ya clásico Vaya par de gemelas (1978). Otros gemelos de inolvidable estampa fueron Rómulo y Remo, Cástor y Pólux, los gemelos Derrick (los de la “catapulta infernal”), Zipi y Zape, Zack y Cody los del Disney Chanel, Pili y Mili, Hayley Mills fotocopiada en Tú a Boston y yo a California (1961)…

Es en este contexto en el que, entre partida al Singstar y bocado de secreto ibérico, el buen Harvest me cuenta la última chorrada que le ha acontecido. Dice que la semana anterior fue a pelarse, no se afeitó y fue a trabajar con gafas en lugar de las acostumbradas lentillas. Dice también que de aquesta guisa se fue a dar clase: sorteó los perros que pululan por los pasillos de su instituto, saludó a los guardias civiles que iban a detener algún alumno porreta y entró en el aula.


En su clase de 1º todas las niñas se reían, él ya sabía por qué. “El maestro se ha pelao”. “El maestro tiene gafas”. Entonces Harvest dio un golpe de mano, dijo “Callaos todos, que si no se lo digo a mi hermano Harvest cuando vuelva la semana que viene”, y las risas cesaron.

Nada se habló del asunto, se trabajó normalmente, y la semana siguiente Harvest volvió a su clase afeitado y con lentillas. “Maestro, la semana pasada estabas diferente”. “Como que era su hermano, ¿no lo escuchasteis?” –soltó otra chavala. Entonces Harvest, a quien le gusta una chorretada casi tanto como a mí, cogió la idea al vuelo y espetó: “Claaaaro, es que la semana pasada el que vino fue mi hermano Carlos, que tiene gafas”. Los alumnos acogieron la bromita con entusiasmo, salvo dos que se quedaron muy serios. Chiquitina sancionó el caso con su dulce vozarrón de fumadora de 14 años y su sólida autoridad moral: “Sí, sí, sí… no era el maestro, era su hermano gemelo!”.


La pequeña Risitas explotó en una carcajada cercana a la congestión: “Ji ji ji ji ji ji ji ji ji ji…….. el hermano del maestro…… ji ji ji ji ji ji ji ji ji ji………… el maestro tiene un hermano…..ji ji”. Observó Harvest que la clase entraba en una “suspensión voluntaria de la incredulidad”, de repente se sintió sumergido en un mundo maravilloso como de peli de Terry Gilliam. Se lanzó entonces a dar una espiral absurda de datos, para deleite de los chiquillos. “Sí, sí, mi hermano Carlos y yo somos gemelos, él lleva gafas, yo trabajo pero él está en paro, él es más fan de Chenoa que yo…” Todo transcurría como en un cuento agradable hasta que uno de los dos alumnos que se habían quedado serios fue y dijo: “Pues maestro, la semana que viene venid los dos”. Se hizo el silencio en la clase, Harvest se quedó petrificado, también los demás chavales: aquel pavo se lo estaba creyendo.

Se le veía en los ojos. No remaba a favor de la corriente, no iba con sus compañeros, él se lo había creído. Y otra chiquilla también. El buen Harvest se debatió entre la risotada y el llanto, aquello había dejado de ser una peli fantástica para convertirse en una de miedo. Harvest me lo contó este fin de semana, e inmediatamente me acordé de aquel cuento de Borges, “El otro”, en el que el narrador se veía a sí mismo años más viejo. También me acordé de Don Miguel de Mañara viendo pasar su propio entierro. Y de Chris Peterson viajando a 1977 y cruzándose consigo mismo.


¿Sería posible conocerse a uno mismo en otra época, o al hermano que nunca tuvimos? Pasar al otro lado del espejo y vernos a la inversa, como Groucho Marx en Sopa de ganso (1933). ¿Habrá visto Harvest a su hermano Carlos, habrán tomado café juntos, o por el contrario habrán muerto ambos del susto tras la terrible (y matemática) contemplación de sus rostros iguales pero distintos? ¿Querría alguien vivir dentro de un relato de horror del jodido Edgar Allan Poe? ¿La tortilla, con cebolla o sin cebolla?

martes, 10 de noviembre de 2009

A dos niñas


Yo que siempre injurio a troche y moche aquí a la gente y a las cosas, hoy me voy a marcar un post amable, a ver si me gano unos puntillos con Bibiana Aído. Sí, porque quiero hablar hoy de una cosa sobre la que he estado reflexionando todo el día, y me ha parecido oportuno reflejarlo. Algo que tiene que ver con las mujeres, a saber: estaba pensando en la suerte que tengo de tener amigas.

Todos hemos visto Cuando Harry encontró a Sally (1989), sus bocadillos enormes, sus orgasmos fingidos y sus teorías de la imposibilidad de una amistad verdadera y pura entre personas de distinto sexo. Sobre esto se podría debatir y no acabar nunca, como sobre el sexo de los ángeles o la tortilla con o sin cebolla. Lejos de mí el afán de polemista hoy, que luego algunos lectores me dicen que me parezco a Juan Adriansens. Yo me limito a ofrecer una evidencia anecdótica, como decían mis libros de la carrera cuando algo no estaba contrastado científicamente pero era verdad.


Ergo, me da igual si filosóficamente es o no posible tener amigos/amigas sin intereses románticos de por medio: yo sé que las tengo y punto. Y todos nos relacionamos con personas de distinto sexo desde chicos, a ver, que España no es un país árabe (todavía), pero yo me refiero a amistad de verdad. A tus colegas íntimos, de los que se cuentan con los dedos de una mano; la verdad es que tengo la suerte de contar entre las personas más cercanas de mi círculo íntimo a dos mujeres. Iba a decir “niñas” pero me ha dado la risa, vosotras me perdonaréis.

Anoche estuve hablando con las dos, da la casualidad, por diferentes motivos. Una me estuvo dando ánimos y a la otra me tocó animarla a mí. Podría haber sido al revés perfectamente. Pero no somos amigos estilo “paño de lágrimas”, ya sabéis por dónde voy. Estas amigas están conmigo a las duras y a las maduras. Me lo han demostrado muchas veces, ya va para quince años, y por mi parte ellas saben que pueden contar conmigo.


No todo ha sido –como corresponde a la amistad de la buena- un camino de rosas, ¿eh? He tenido enfados con ambas, algunos de campeonato, y seguro que yo he tenido gran parte de la culpa, y ellas un poco también. Pero los enfados se superan, todo se habla y en fin, no me voy a ir de Perogrullo definiendo aquí lo que es la amistad. Solo que es posible entre un tío y una tía.

Mis dos amigas tienen actualmente pareja estable, antes han tenido otras como es natural, y os juro que yo nunca he tenido nada romántico ni otherwise con ninguna de las dos. He escuchado infinidad de veces que para un tío una amiga es solo una tía con la que todavía no se ha acostado o con la que ya no se acuesta, y os puedo asegurar que no es el caso para nada. Mis dos amigas han vivido en el extranjero, yo también, han pasado malos momentos y en la actualidad las dos tienen trabajo, lejos del mío, pero no perdemos el contacto. Y ahí están esos móviles, ese Facebook y ese MSN Messenger que Dios bendiga (os juro que en una boda que fui dieron gracias por estas modernidades desde el altar: lo nunca visto)!


A esta hora, una de mis amigas estará batallando con sus gatos y la otra quejándose del frío más que yo, en un momento dado las dos podrían estar escuchando un disco de Oasis, que es lo que estoy haciendo yo ahora mismo para acordarme de ellas y homenajearlas, porque las dos me han salvado la vida en distintas ocasiones, y ellas lo saben. Quien tiene un amigo tiene un tesoro, señores. Quien tiene amigas… ¿una tesora, Bibiana? Un besote a las dos.

lunes, 9 de noviembre de 2009

La lluvia terrible: poesía de 1939-1945


Hoy se conmemoran 20 años de la caída del Muro de Berlín, ¡cómo no acordarse! Recuerdo estar en el coche, con mi padre, escuchando Gomaespuma en Antena 3, y de pronto interrumpirse el programa para dar el notición (habíamos ido a recoger a mi madre a su trabajo; trabajaba de noche). Autoridades más doctas que yo recordarán hoy la efeméride, pero aquí no voy a hablar de eso. Os contaré un secreto: la Guerra Fría siempre me dio pereza, yo soy más de la Guerra “Caliente”, la 2ª Guerra Mundial, causa remota del propio Muro.

A propósito de la WWII, el otro día me comentaba un colega “Es curioso lo de los poetas de la Guerra del 14, ¿es que todos los ingleses que fueron al frente eran poetas?”. Algo de eso hay: todos los oficiales eran gente de clase social alta, educados en colegios privados y universidades de élite, muchos de ellos con formación en Humanidades, y, claro está, muchísimos de ellos letraheridos. Sumad 2+2 y ya tenéis el resultado. De todas formas, es verdad, hubo entre las filas británicas tres o cuatro poetas de primera fila (maravillosa casualidad), y eso ha hecho ya que se escarbe un poquito hasta encontrar decenas de segunda y tercera fila, por simpatía.


¿No ibas a hablar de la WWII, Porerror? Todo llegará, señora. En la WWI, hay una generación de poetas anacrónicos pero absolutamente conmovedores que está muy establecida en la literatura inglesa. Llega la guerra de 1939 y los antólogos británicos se frotan las manos. Papel en abundancia no había, pero se acababa de inventar el libro de bolsillo (cortesía de la editorial Penguin, 1935) y los uniformes del ejército de su Majestad tenían en la pernera un bolsillo rectangular muy a propósito para alojar libritos y cuadernos. Y sin embargo, la cosecha literaria de la 2ª Guerra Mundial no le llegó ni a la suela del zapato a la de la 1ª.

Apenas se recuerdan poetas del conflicto, y en novela, la WWI también gana por goleada. Así y todo, la peña escribió poesía, los soldados, la gente de retaguardia, y –claro- los poetas acrisolados que ya había, que no eran pocos. Por afán mimético, se ha querido unir las voces poéticas de la WWII en algunas antologías, de estas hay decenas sobre la 1ª Guerra, pero sobre la 2ª sólo he encontrado una que merezca la pena. Curiosamente, la compré hace 5 años en el Museo Imperial de la Guerra de Londres. Se llama The Terrible Rain: The War Poets 1939-1945 (originaria de 1966).


En su día, el erudito Cyril Connolly –árbitro de las letras inglesas- recomendó este libro, ¿qué más padrinazgo necesitamos? Concurren en él los sospechosos habituales de los años 30 y 40: W. H. Auden, Louis MacNeice, Alun Lewis, Cecil Day Lewis, Stephen Spender, Dylan Thomas, Dorothy L. Sayers, Edith Sitwell, Vernon Scannel… pero estos no son “poetas de la guerra” en el sentido estricto, por más que escribieran sobre su experiencia durante la misma. Del mismo modo, Virginia Woolf se quejaba en 1916 del precio de las flores por culpa del Kaiser y a nadie se le ocurriría meterla en el saco de aquella generación de vates bélicos.

No digo que para ser considerado un poeta de la guerra haya que haber sido militar o muerto en combate, pero sí que esta etiqueta les viene grande o chica a aquellos cuya fama literaria excede con mucho los límites cronológicos y mentales del conflicto. Vamos, que son famosos por escribir otras cosas. Rescato dos ejemplos de esta antología de auténticos poetas de la WWII, dos poemas que me emocionan muy especialmente siempre que los leo. Son de Henry Reed y Denys L. Jones (que sí fueron militares y sirvieron en la guerra).

El poema de Henry Reed se llama “Naming of Parts”, “El nombre de las piezas”, y trata de una sesión de instrucción sobre armas, en la que al soldado/yo poético se le va la cabeza en medio de la perorata del sargento y se pone a pensar en la maravillosa naturaleza que le rodea. Son magistrales los versos que dicen:

“(…)Y mañana por la mañana,
tocará qué hacer después del disparo. Pero hoy,
Hoy toca el nombre de las piezas. La Japonica
reluce como coral en todos los jardines circundantes,
Y hoy toca el nombre de las piezas.”



El de Dennys L. Jones se llama “Cain in the Jungle”, “Caín en la jungla”, y es una sobrecogedora reflexión en torno al terrible momento de entender que ha matado uno a otra persona. Dice así:

“He matado a mi hermano en la jungla;
Bajo el húmedo enredo de la verde liana
Yo me oculté, y apreté el gatillo, y él murió.”


Ambos poemas tienen una cosa (al menos) en común: la brutal intromisión de la Naturaleza en la materia bélica, estamos hablando de guerra, de ejércitos, y de pronto la Chaenomeles japonica o las lianas. Hay truco, claro: en realidad es el hombre malo, el hombre tecnificado, quien con sus máquinas de matar irrumpe en la Naturaleza para hacer daño. Nada menos que para causar la muerte. Idéntica idea se nos presenta en aquel prodigio de peli bélica que fue La delgada línea roja (1998) de Terrence Malick, curiosamente ambientada en el mismo teatro que los dos poemas citados: el de Asia-Pacífico.


Si tenéis ocasión, leed poesía de guerra, de cualquier guerra. Su sabéis inglés, buscad a estos poetas de ambos conflictos mundiales. Su sufrimiento parece que los hace más sabios, más verosímiles: su autoridad es mayor porque han vivido. Mentira, pero… ¿quién es el guapo que se resiste a tan urgentísima falacia?

domingo, 8 de noviembre de 2009

El paranoyarrio del Dr. Gilliam


Amigos, vengo de ver El imaginario del Doctor Parnassus (2009) de Terry Gilliam, y os confieso que me ha dado vergüenza decir el título para pedirle la entrada al taquillero (cómo será que me dieron una entrada para Julie & Julia, y no es broma). Recordamos quién es Terry Gilliam: un americano que estaba en los Monty Python, que lleva gafas y que dice que le gusta mucho El Quijote. Ah, y un director de cine que hace unas pelis rraras, rraras, rraras.

Esta del Dr. Parnassus (diré “Parny”, que me da menos vergüenza) no es una excepción. Lluvia de ideas: Lady Di, Heath Ledger con acento de Londres, bares en forma de sombrero que estallan por los aires, el pesado de Tom Waits haciendo de Diablo… El primer adjetivo que se le viene uno a la mente antes, durante y después de ver esta peli podría ser nuestro querido “bizarro”, pocas veces utilizado con más propiedad semántica. Y sin embargo, El imaginario no es un cúmulo sin ton ni son de paranoias, es un conjunto muy bien articulado de paranoias.


Gracias a esto, se salva el despropósito, la peli nos cuenta una historia con sentido (casi) completo y nos mantiene en suspense hasta la ultimísima escena. Otra cosa son los ingredientes que escoge Gilliam para narrarnos su cátedra: visualmente suponen un carnaval de rarezas a medio camino entre Tim Burton y El mago de Oz (1939). Pero ya digo, Gilliam hasta cuando rueda una peli “normal” se va de bizarro, véase si no su particular traslación visual del universo Hunter S. Thompson en aquella mítica Miedo y asco en Las Vegas (1998).

El que haya visto otras de Gilliam no se sentirá tan fuera de lugar viendo El imaginario, yo mismo tuve flashbacks de Los héroes del tiempo (1981), Las aventuras del barón Munchausen (1988), El secreto de los hermanos Grimm (2005), El rey pescador (1991) y la citada Miedo y asco. De hecho, el director de fotografía N. Pecorini ha dicho “[l]eí el guión sintiendo que se trataba de la suma de toda la carrera artística de Terry. Todos los elementos con los que cuenta, de una manera u otra, (…) vienen de anteriores trabajos”. O sea, que no estoy loco. ¿Lo está Terry Gilliam? Veamos.


La historia de esta película es simple (jí jí jí jí jí jí jí jí jí…): un tal Dr. Parny, señor eterno, filosófico y -hasta no se sabe qué punto- trascendente, tiene el defecto de que no puede resistirse a una buena apuesta, condición que aprovecha el Diablo (o Tom Waits con bombín) para retarse con él, hacer apuestas y poner en peligro su salud y la de los que le rodean. Ah, y además, el Dr. Parny en la actualidad dirige una cochambrosa troupe de cómicos en la onda de los de Hamlet o la peli de El barón de Munchausen, en la que militan su hija (la modelo de Rimmel London que no es Kate Moss) y el enano de Austin Powers (en lo que constituye su mejor papel desde… Austin Powers 3).

Una de las mayores sorpresas que me llevé al ver El imaginario -no quise saber casi nada antes de ir- es que se desarrolla íntegramente en Londres (dejando a un lado el Mundo Sublunar del Dr. Parny). Otra, que Johhny Depp aparece durante solo 4 ó 5 minutos (Colin Farrell también, gracias sean dadas). La segunda sorpresa es mala, pero la primera es buenísima. La policía metropolitana de Londres apalizando borrachos a la salida de un pub, working class people en lugar de negratas y hasta el difunto y oscarizado Heath Ledger bajándose los pantuquis y hablando con acento londinense, muy bien por cierto.


Con estas extrañas premisas la cosa podría haber sido un engendro infumable o una barroca y magistral extravaganza, y me inclino más bien hacia lo segundo. Lo que más me fascina de la película (casi más que su pretendida y lograda poesía visual) es cómo, pese a su complejidad, se mantiene en pie y no hace aguas en ningún momento. Tenía todas las papeletas para no entenderse (recuerdo a unos señores que al salir dijeron “Ahora solo falta que nos la expliquen”: yo no me sentí así).

La peli no es perfecta, ni “redonda” (copio la distinción a Fran G.), ni cuadrada, ni octogonal… es un icosaedro que en cada faceta tiene un retrato de Terry Gilliam riéndose del espectador, lo único que falta es estar a la altura y saber devolverle la sonrisa.

viernes, 6 de noviembre de 2009

Palermo, agosto del 2008

(Harvest me enseña una postal que le envié hace quince meses, y que hoy tengo a bien transcribiros)



-Hay una hora en la que las calles de Palermo despiden a los muchos paseantes y dan la bienvenida con sus brazos barrocos a otros que ya empiezan a poblarlas.

-En agosto, esto coincide con las ocho y media o las nueve, podría decirse que con el ocaso o -como sentencian ciertas guías-, “el mejor momento para ver Piazza Pretoria”.

-Sucede entonces un fenómeno curioso, antiguo, casi imperceptible. La ciudad reparte entre los viandantes un regalo de pobreza y de dignidad, de luz y sal en verano.

-Y de este sutil modo, aquellos que transitan por sus calles, los de hace un momentito, ya no serán los mismos.
 
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