Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

jueves, 30 de septiembre de 2010

T1


“Sí, sí, ‘Bono’, que viene de ‘bueno’: Bono... ¡bonísimo!”
(Muchachada Nuí)





De entre todos los personajes que pretenden haber inventado el chicle, pocos me resultan tan chocantes como Bono (el de U2, no el consuegro de Raphael). Suele ocurrir con estos dioses del rock que llenan estadios que tienen egos del tamaño de estadios. Lo mismo me pasaba con John Lennon o Jim Morrison: que no los aguanto. Menos mal que a Thom Yorke no le hace caso nadie, que si no…

Nunca he sido fan de U2 y sin embargo desde 1992 sigo con curiosidad su carrera (desde lejos). Sus piruetas comerciales, sus intentos por reinventarse y sobre todo, sus esfuerzos por continuar en el candelabro a toda costa. Sus cimas artísticas pocas, la verdad, pero eso hoy es lo que menos importa. Me caen mal desde que oí a Bono agradecer el Premio MTV al Mejor Grupo 1995 diciendo: “Vaya, y eso que este año no hemos sacado disco ni hemos dado conciertos... a lo mejor ahí está el truco!”


Y sin embargo sería un mentiroso si no admitiera que esta gente tiene (al menos) una docena de canciones que me emocionan y otras tantas que me dan subidón. Pero yo no voy a verlos por eso, sino para formar parte del circo. Esperemos que esta noche a Bono no le dé por llamar al Papa desde el escenario. Esta noche acudiré –Dios menguante- al concierto que dan U2 en Sevilla, lo más grande musicalmente (y circensemente) que se ha visto en la capital andaluza, y recuerdo que en dos años llevan Madonna, Depeche Mode, Bruce Springsteen, Héroes del Silencio y AC/DC.

Desde que me enteré que U2 tocaban quise ir, pese al exorbitado precio de las entradas (“¡Y luego dicen que la ópera es cara!” –comenta el profesor de música del insti de Harvest), pero el papel se ha vendido a un ritmo tal que a los dos días ya se había agotado lo que yo me podía/quería permitir y me quedé a dos velas. Tampoco era el fin del mundo, aunque confieso que tenía a todo el que quisiera escucharme sobre aviso para que me consiguiera una entrada. Porque sospechaba que iba a ser una ocasión memorable.


Luego por lo visto ha habido entradas “baratas” para dar y regalar, por lo del cambio de fecha y tal (en principio el concierto estaba fijado para ayer, día de la huelga). En una carambola del destino un amigo y lector me ha ofrecido una que su hermano no iba a querer, o sea que se va a obrar el mirlo. He querido dejar constancia previa al concierto de mi estado de ánimo y expectativas, no sea que mañana me dé por escribir a) un post ditirámbico en loa de unos genios del rock, o b) un post cáustico y malalechoso para cagarme en unos estafadores.

Tengo bastante ilusión en el concierto, y no tengo más porque hace poco que me enteré de la disponibilidad de la entrada. Mi estado de ánimo es expectante/favorable con unas gotitas de escepticismo y una rodaja de ironía. No me he repasado la discografía de U2, ni he escuchado su último disco, ni sé cómo lleva el bigote ahora The Edge, ni nada de eso. Me limitaré a acudir y a cerrar los ojos tratando de dejar que la música me llegue. Y rezaré para que tiren de grandes éxitos…

miércoles, 29 de septiembre de 2010

Copita de bienvenida


Recuerdo con envidia que en los años de facultad mis colegas de la ídem de Derecho tenían a principio de curso una especie de sarao, barrilada o lo que fuese ingeniosamente intitulado “Bienvenida por lo legal”. En mi facultad te daban la bienvenida con una patada en el culo, y eso si había suerte. Siempre he pensado que dar la bienvenida a alguien (lo mismo que despedirle with grace, como dicen en USA) es un paso fundamental en las dinámicas de los grupos. Fundamental, sí, pero a menudo pasado por alto –será que la gente no lo ve tan importante-.

Mañana tengo en mi nueva oficina una “copa de bienvenida”, un invento que tendrá lugar en el bar de enfrente y que, independientemente de en lo que consista, me parece una espléndida idea. Sé que va a estar de puta madre, además, porque percibo un clima grato de trabajo entre compañeros. A lo mejor me estoy precipitando y luego resulta que aquello es un avispero, pero por lo poco que llevo en el nuevo sitio ya podía haber sido testigo de bastantes bastedades, y hasta el momento todo ha sido cortesía y buen rollo para conmigo.


Esto que os cuento no es moco de pavo, porque conozco a varias personas que han cambiado de trabajo este verano/otoño y no a todos les ha ido tan bien ni han tenido tan buena acogida por parte de sus compañeros. Me dicen varias amigas “A ver si cuentas algo de tu nuevo trabajo, mamón!”, y tienen razón, apenas cuento nada, ni por el Facebook ni aquí en Estatuas Verdes. Como dice el proverbio inglés, “No news is good news” y en mi caso es verdad: si no cuento nada podéis estar tranquilos de que no estoy teniendo sobresaltos.

Hasta ahora me he ido con pena de todos los sitios donde he trabajado, y creo que eso es una bendición. Pero queramos o no hay que adaptarse a lo nuevo, los cambios son buenos, ¿no?: lo explicaba un libro con la palabra “queso” en el título y eso por fuerza debía ser verdad. Una máxima de mi educación ha sido que hay que marcharse de los sitios siempre “dejando las puertas abiertas”, porque “la vida da muchas vueltas y uno nunca sabe cuándo se va a volver a encontrar con las mismas personas” (otra máxima de mi educación). Y es que mejor irse con y dejar un buen sabor de boca, ¿no creéis?


Aparte de que me encanta jalar, beber y festejar (siempre desde el respeto), invariablemente hago un esfuerzo extra por integrarme en las reuniones de compañeros, porque las considero inmejorables oportunidades de fortalecer unos lazos como mínimo profesionales, que con suerte devienen en lo personal, y tengo comprobado que si las cosas van bien en este plano el trabajo resulta muchísimo más fácil y gratificante. De Cosica me fui de buen rollo, con pena (sí, sí… shshshshshhsshh!), y lo mismo de las tres anteriores oficinas.

Los comienzos siempre son difíciles, pero las reuniones de bienvenida (siempre copas, barbacoas o similar: bendita España!) los convierten en más llevaderos. Mañana ya digo, tengo este copetín con los nuevos compis de trabajo, empiezo una nueva andadura llena de ilusiones. De momento los clientes parecen razonables, entendidos e interesados por los productos que vendemos. A ver que tal se da la cosa y tal, ya os iré contando.

lunes, 27 de septiembre de 2010

ANTI-EVERYTHING


Sé que a vosotros os gusta: no lo neguéis. Pero para mí, eso que hacer la gente normal: ordenar, clasificar, tirar cosas, supone un tormento. Lo odio, lo execro, lo abomino, lo detesto (no debieron regalarme el diccionario de sinónimos, por citar a Chris Peterson). Prefiero pillarme los güevos con la tapa de un piano que ordenar un armario. Y cuando no tengo más remedio que hacerlo lo paso mal: lo llevo en los genes.

Mi mente no estaba preparada para la inmensa ola de alegría que supuso pasarme lo mejor de la tarde y la noche del viernes y el domingo ordenando cajones y tirando papeles. Ante mí desfiló mi vida: trabajos escolares de plástica, innúmeros souvenirs de otros tantos viajes, libros, CDs, libros, CDs, libros, CDs, libros, CDs, papeles, libros, CDs... No contento con colapsar mi cerebro de recuerdos infantojuveniles (
os juro que por cada cajón que ordeno necesito una hora de recuperación mental en una habitación cerrada), el destino me tenía reservada otra broma cruel: la mudanza.


"Vio Dios que el hombre gozaba de tiempo libre durante el fin de semana y dijo: Démosle algo más que hacer." Así nacieron las mudanzas amateurs, de las que llevo dos en tres meses. No se lo recomiendo a nadie, ni a mi peor enemigo. Lluvia de ideas: aparcamiento lejano, montañas de cajas, montañas de bolsas, lámparas, cuadros, un joven sepultado bajo una pila de abrigos, bufandas de marca rodando por el asfalto, imprecaciones... "D'you get the picture? Yeah, we do!" (como decían las Shangri-Las).

A veces pienso que mi vida no es sino una sucesión de escenas en las que estoy sujentando la puerta de un ascensor, piso o portal.
Y lo mejor de mudarse/ordenar es lo gratificante que resulta, la satisfacción que da. Ja, ja, jajota. He estado a punto de prenderle fuego a mis viejos muebles para no tener que enfrentarme a ellos.


Entendedme: sé que en la vida no todo es ocio y diversión, que hay obligaciones y cosas desagradables que es necesario hacer, pues yo las hago. En este saco meto actividades como trabajar, limpiar, tender, lavar la ropa, pagar las facturas o ir a IKEA (planchar, ¿no? No, señora, planchar no). Pero nunca he sido partidario de sufrir por sufrir, y no sabéis la tortura mental que me supone todo el rollo de ordenar las cosas. Por eso nunca lo hago si puedo evitarlo. Por eso me he propuesto en serio ser más organizado en el día a día, para así no tener que llegar a extremos de desorden tales que me obliguen a montar una "ofensiva del Tet" cada equis tiempo.

Últimamente vengo teniendo la misma pesadilla recurrente. Sentados a una mesa de comedor de
IKEA están Miguel y Bimba Bosé, Melendi, Bebe y Ana Blanco, descojonándose vivos mientras me ven por una bola de cristal sujetando la puerta de un ascensor. Es fin de semana, estoy solo y en ese momento se apaga la luz del rellano. En una mano llevo una bolsa de basura que contiene -triturados- 32 años de recuerdos, en la otra una caja con 5 kg de libros. Consigo salir a la calle y en ese preciso instante se pone a llover. O yo estoy llorando, no se ve muy claro.

miércoles, 22 de septiembre de 2010

Corazón, corazón, corazón, corazón de cemento


“A veces siento que no tengo compañeros. A veces siento que mi única amiga es la ciudad en la que vivo…”
(Red Hot Chili Peppers)




Amigos, creo que ya en cierta ocasión, hablando de mis escapadas a la Gran Ciudad, expresé aquí mi aversión al campo. Ahora trabajo en un pueblito a escasa media hora en coche de Miciudad, no sabría deciros cómo es la vida allí y, con un poco de suerte, seguiré sin saberlo. Pero día tras día que pasa sí constato un claro fenómeno: soy un animal de ciudad.

¿Quién (que tenga un alma) no recuerda aquella seminal película con Paquito Martínez Soria intitulada La ciudad no es para mí (1965)? Pues yo lo digo al revés: LA CIUDAD ES PARA MÍ (GRACIAS). No me voy a poner a enumerar los múltiples defectos y carencias que la vida rural/de pueblo presenta para mi estilo de vida, sería ocioso –además de poco ético- y fácilmente rebatible. Allá “los pocos sabios que en el mundo han sido” y su “descansada vida” lejos del “mundanal ruïdo”. Pero sí voy a remachar las ventajas de la vida en ciudad.


Igual que esas personas que se llenan de energía y salud paseando por el campo, oliendo una flor o viendo un pino (o levantando una piedra y sacando a la luz un gallipato –existen, os lo juro), yo revivo y me fortalezco entre edificios y asfalto. A lo mejor espero inconscientemente toparme a la vuelta de la esquina con Sterling Hayden y Marilyn Monroe, no lo sé. Pero hay algo en esa mezcla de semáforos, contenedores, gente con prisa y pasos de cebra que decididamente me pone.

Yo, al contrario que esos clásicos, reniego del “menosprecio de corte, alabanza de aldea”. Lo noto cuando estoy en Madrid o Londres, vaya, pero esto podría achacarse a un embelesamiento transitorio. También me molaron las cataratas del Niágara y por nada del mundo viviría allí. En las ciudades sí me mola vivir, y no me hace falta una superoseamegalópolis, cualquier cosa con catedral me vale. :) Estos días paseo por Miciudad, o no paseo, simplemente voy de un punto a otro, andando, en coche, en autobús o en metro y me doy cuenta de cómo la iba necesitando.


Dejad de gritarme: estos dos años pasados me venía los fines de semana pero no es lo mismo. Ahora sé que lo tengo a mano, entre semana, un cine, una exposición, un policía nacional, un Opencor. Ahora me cruzo con presentadoras del telediario regional y con famosos raperos. Y es la gloria. Mi buena madre se horroriza cuando le digo estas cosas, ella que es muy de naturaleza y se pirra por el campo, las flores, los paisajes… francamente no me dicen nada. Está claro que a uno le gusta lo que conoce y en mi caso me pesa el haberme criado entre coches, comercios y vallas publicitarias.

No conocer a los vecinos no ya de tu calle sino de tu edificio, ¡qué maravilla! Ser un ciudadano anónimo más, maltratado por el alcalde… En la ciudad también se usan la solidaridad, la buena amistad, el amor. Solo que no ocurren necesariamente entre personas que viven a cinco minutos andando. En la ciudad el Hombre le ha ganado la partida a la Naturaleza, la ha domesticado. En una palabra, amigos, en la ciudad ya no me siento un bicho raro.

lunes, 20 de septiembre de 2010

El post de IKEA


"El joven sin futuro, comparto tu cruz, o sea, el que tiene los mismos muebles que tú: de IKEA"
(Tote King)




Sí, sí: ja, ja, jajota. Estreno piso de alquiler y voy a hacer un post costumbrista sobre IKEA para sentirme uno de vosotros. IKEA, ¿eh? Anoche estaba viendo un curioso programa en la BBC: "Semejanzas entre Suecia y Malasia" (apasionante), y salió un malayo diciendo que la gran comunión entre las dos patrias consistía en que a los malayos les encantaba IKEA, sobre todo sus albóndigas. Bingo! Creo que idéntico paralelismo podría hacerse entre cualquier país y Suecia.

Que desprecio la cultura escandinava no es ningún secreto (por cierto, recomiendo al respecto el blog Pelando Rábanos), pero debo admitir que IKEA me fascina profundamente. A excepción de que haya que montar sus absurdos muebles (todos bautizados con absurdos nombres), todo lo demás de la tienda sueca me parece maravilloso. A excepción también de que no vendan almohadas de matrimonio... ejem! Pasear por IKEA es un placer para la vista, siempre y cuando no esté petado de gente, y además son los creadores del mejor cartel de la Historia de la Humanidad, ese que dice "¿Te ha gustado nuestra bolsa amarilla? ¡Pues llévatela en azul!"


Maravilloso, sublime, no tengo palabras. Sería el equivalente a un bar donde te dijeran "¿Le gusta al señor la cerveza? ¡Pues pídase una horchata!" Con dos cojones. Y luego dicen que el surrealismo se inventó en Francia... Últimamente he estado en IKEA dando una batida de reconocimiento (próximamente adquisiciones), y desde entonces mi vida se ha inundado de diéresis, cintas métricas, estantes con baldas, buen rollito. No es que en Cosica o anteriormente en casa de mi madre no hubiese disfrutado de las bondades de la marca sueca (He visto cosas: transportar las Puertas de Tannhäuser desmontadas en mi coche con poca visibilidad, eludiendo los rayos C de la Guardia Civil de Tráfico...). No es que antes no hubiera ido a IKEA, pero ahora ha invadido mi vida.

Sus anuncios publicitarios son muy buenos, give you that, incluídas las irritantes canciones. Ignoro si sirven o no para atraer a la gente, aunque IKEA tiene el exitazo de ser una de esas marcas "estilo de vida" como Coca-Cola o Apple, que además de productos pretenden venderte un sueño. A fin de cuentas, "donde caben dos caben tres", "república independiente de tu casa", etc. A fin de cuentas, ellos decoraron el minipiso de 25 m2 antes de que lo inventara la ministra Trujillo. Y luego tienen esos absurdos conceptos suecos que dan lugar a esos anuncios como ese del bienestar por tirar cosas a la basura (escalofriante) o ese otro en el que lanzan abetos por las ventanas.


Ir por primera vez a IKEA suele ser una experiencia interesante, acompañar a alguien que va por primera vez lo es aún más. Si no te gusta al menos una de estas tres cosas a) las casas, b) comprar, c) la diéresis o crema, una visita a IKEA debe resultar un aburrimiento espantoso. Pero no es mi caso. Espoleado como estoy por mi necesidad de espacio, acojo con arrobo esos muestrarios de estanterías brillantes, robustas, económicas y sobre todo... vacías. Nada como medir tu casa y ver si te cabe uno de esos armatostes desmontables.

Cuando no tenía casa propia ni pespectiva de tenerla, me conformaba con ir a IKEA a comprar pilas, marcos de fotos y fundas para CDs. Contemplaba con envidia las casas de mis amigos con sus sólidas mesas, sus estilosos taburetes-escalerilla, sus coquetas lámparas de bajo consumo, sus eficientes relojes de pared. Ahora yo también puedo formar parte de esa élite, gracias sean dadas al Hacedor, yo también puedo, yo también... YES, WE CAN, Ich bin ein Berliner... eslipbais!

domingo, 19 de septiembre de 2010

La gente de la Edad Media eran listos, ¿eh?


Tuve durante la carrera una profesora de Literatura Inglesa (el terror o la piedad me impiden dar su nombre aquí) que decía que todo lo que era necesario conocer acerca de la Edad Media se encontraba contenido en la película El guerrero número 13 (1999). A menudo, en noches de febril duermevela –por darme solaz- me he imaginado que su eternidad consistiría en quedarse encerrada en un ascensor con Jacques Le Goff, Umberto Eco o uno de esos, para que le pusieran la cara colorada per secula seculorum.

Me encanta la Edad Media, una época tan complejísima, y en especial me gustan su arte y su literatura. Confieso con vergüenza que leerla en castellano antiguo o inglés medieval me cuesta horrores, casi siempre accedo a ella en “traducciones” a la lengua actual. Pero la sustancia permanece. De entre toda la literatura medieval siento predilección por los cuentos, sean de coña como los fabliaux o didácticos como los exempla. Es maravilloso lo que nos enseñan aún hoy, pienso que deberían ser predicados en las aulas (cuando digo esto el buen Harvest siempre suspira y mira para el techo) porque tienen tantísimo que decir.


De acuerdo, (afortunadamente) la sociedad actual no se divide en tres órdenes, ni nuestra vida está regida por la Religión. Pero hay tantos universales en estas pequeñas historias medievales que no importa la época o el sitio: más allá del detalle accesorio nos hablan de la condición humana y por eso continúan vigentes. Quiero acordarme hoy aquí de dos de mis favoritas, la historia de “Don Pitas Payas, un pintor de Bretaña” y la de “Los burladores que fizieron el paño”.

Sacados, respectivamente, de dos monumentos del siglo XIV como son, el Libro de buen amor del Arcipreste de Hita y El conde Lucanor de Don Juan Manuel, ambas historias nos hablan de temas tan universales como el sexo y la vanidad, y comparten dos subtemas: el engaño y la honra. Lo bonito es que en los dos cuentos hay granujas que engañan y cómplices necesarios, pero también hay gente demasiado dispuesta a dejarse engañar, por mor de guardar las apariencias.


Don Pitas Payas es un pintor bretón que, recién casado, marcha a Flandes a hacer negocios dejando sola a su hermosa mujer. Por preservar su honra le pinta bajo el ombligo un corderito, que a su vuelta él espera encontrar intacto. Joven e insatisfecha, la abandonada esposa fornica como una descosida y cuando oye que el marido va a volver le pide a su amante que restaure el cordero. Menos hábil, este le pinta un señor carnero con toda su cornamenta. Cuando el marido lo inspecciona se queda picueto pero ella le dice: “Señor mío, después de dos años que me habéis faltado, ¿os extraña que el corderín que pintasteis sea ya todo un carnero?”

Al otro caso me referí aquí al hablar de Barceló, es lo que se conoce en Europa como “El traje nuevo del emperador”, por la versión de Hans Christian Andersen. Un rey se deja estafar por unos tipos que dicen fabricar la tela más maravillosa y rica del mundo, con el prodigio de que quien no la ve es que no es realmente hijo de su padre. Por no quedar deshonrados, todos en la corte y en la ciudad se apresuran a decir que la ven y a ponderarla, el mismo rey antes que nadie. Y así el rey sale a un desfile en bolas, con un supuesto traje de la tela prodigiosa. Hasta que un negro bastardo (sin honra que perder) le suelta “Majestad, o yo soy ciego o vos vais desnudo”, desactivando así la mascarada.


Muchos sabrosos ejemplos podéis hallar como estos en los dos libros referidos, o en otro del siglo XIV que también os recomiendo: Los cuentos de Canterbury de Geoffrey Chaucer. No me digáis que sus divertidas enseñanzas no son de plena actualidad aún hoy. Y esto reconcilia nuestras vidas con la mentalidad medieval, tan a menudo imaginada como absurda o ingenua (tal vez por las toscas figuritas del Románico o los cuadros góticos sin perspectiva), cuando no como zafia y guerrera. Los antiguos también eran listos, ¿eh? Mola!

martes, 7 de septiembre de 2010

The Rolling Stones/Doin' the Dishes

(Pop sesentero y cocina: no cabe pensar dos temas con menos relación entre sí, ¿eh? Estatuas Verdes ya hizo la pirueta de unirlos hace dos años y medio, y hoy lo volvemos a intentar…)



Doin’…

Interior. Sobremesa. El sol de la canícula onubense se filtra a través de unas débiles persianas. Un infernalizado chiquitino de dieciséis años friega los platos infernalizadamente mientras escucha a los Rolling, a Hendrix, en su walkman. Realiza un esfuerzo sobrehumano para no arrancarse a cantar lo que está escuchando. Todos en la casa –menos él- duermen la siesta.

En efecto, amigos, así eran mis veranos en la playa. Walkman y fregar platos.Vosotros, que sois gente mesurada, diréis, ¿Y a qué viene tanta alharaca por tener que fregar cuatro platos y dos vasos? Yo os lo explicaré. En mi casa, desde que nací ha habido lavavajillas. Esto ha hecho que para mí, la inocente tarea de lavar los platos después de comer se haya antojado siempre como la más titánica de las empresas. “El decimotercer trabajo de Hércules”, recuerdo que lo llamaba.



Solo durante un par de semanas a lo sumo teníame que encargar de lavar los platos, cuando íbamos a la playa, pero eso bastó para que en mi conciencia se forjara una clara determinación. “A Dios pongo por testigo, que cuando sea mayor tendré una casa con lavaplatos” –era mi airado grito de guerra. Y a ello he consagrado mi vida. Veréis, en sí, el hecho de lavarlos admito que no era para tanto. Escuchando la música y eso se hacía más liviano. Lo malo era que había que hacerlo (por algún oscuro motivo) cuando menos apetecía: justo después de comer, con la modorra propia de la siesta.

The Rolling…

Con esto de no comprar discos agudiza uno el ingenio y vuelve a los clásicos, a escuchar los que tiene y hacía mucho que dejó arrumbados. Así, la semana pasada y esta me estoy dando un lote genial de Beatles y Rolling Stones. Es ocioso abundar en lo buenos que son, bla bla bla… pero es verdad que de vez en cuando mola retomarlos y dejarse sorprender como si fueran novedades. Canciones que religiosamente me sabía de memoria a los dieciséis ahora me suenan familiares, las reconozco, a lo mejor digo “Claaaro!” pero no acierto con toda la letra. Ese es el efecto de segunda novedad que estoy hallando y que es fenomenal.


… Stones

Quiero centrarme en los Rolling; la verdad es que revisitando sus discos Flowers (1967), Between the Buttons (1967), Beggar’s Banquet (1968) y posteriores me he dado cuenta de que lo que dicen sus letras son auténticas barbaridades. Y me ha fascinado el hecho de que me gustaran tanto con 15 ó 16 primaveras. Los tíos eran sórdidos de cojones, sus letras tratan de adulterios, de tugurios, proxenetas, drogadicción dura, gente tirada, personajes marginales. Inadaptados, que lo mismo son un yanqui que un ama de casa. Y sus canciones de amor son pupita: unas historias atroces.

Material poco o nada adecuado para un chaval de esa edad, o acaso el más adecuado (entiéndase la paradoja). Pero me quito la careta, yo entonces no entendía del todo el significado profundo de las letras. Por eso siempre percibí a los Stones como los hermanos malos de los Beatles, porque hacían lo mismo, pero peor. Y ahora resulta que no: que hacían otra cosa, que eran lobos con piel de cordero (los Beatles, hasta cuando trataban temas sórdidos en sus letras lo hacían con lírica).


… the Dishes

La revelación del párrafo anterior, algo que toda la Humanidad sabía, la he tenido yo esta mañana, amigos. Y no ha sido el único sorpresón que me he llevado últimamente. El tiempo pasa, la vida da vueltas, sabéis que he cambiado de trabajo y me he ido de Cosica. Próximamente os relataré nuevas andanzas, pero baste deciros que he alquilado un piso en Miciudad. Y lo he buscado con lavavajillas (el de Cosica también tenía). Sin embargo, durante el verano, en casa de mi madre, me he acostumbrado a fregar los platos a mano, no cuesta nada, son dos minutos y se puede hacer sin música. Y no merece la pena esperar varios días a que esté llena la máquina cuando viven una o dos personas.

De modo que, como rectificar es de sabios, igual me vais a ver fregar los platos todos los días. Eso sí, me pondré de fondo “Honky Tonk Women”.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Écoute-moi!


Este mediodía alguien me contaba su problema, y –qué queréis que os diga, amigos- me gusta hablar, me encanta hablar, hablo por los codos. Pero creo que por ese defecto no iré al infierno (acaso por otros) porque lo compenso con una cualidad, también sé escuchar. Esto no lo digo yo, que estaría muy feo, sino que es algo que mis amigos me repiten una y otra vez, y por eso me permitirlo traerlo aquí.

Pero no es para hablar sobre mis defectos y virtudes que escribo el post, hoy quería reflexionar sobre la importancia de escuchar a los demás. La verdad es que escuchando se aprende tela, y aunque a los que somos de natural impaciente y parlanchín nos cueste un poco al principio, se pone uno a escuchar y resulta un ejercicio de lo más estimulante. Se lo recomiendo a todo el mundo. Siempre he desconfiado de la gente que no habla, solo escucha: tampoco es eso. En cualquier caso, quería llamar vuestra atención sobre la escucha privada, la empatía ante el interlocutor, saber escuchar.


A lo largo del día oímos muchas cosas, escuchamos algunas menos, pero realmente prestar atención a lo que nos dicen no es solo excitar nuestros oídos con cambios de presión del aire y absurdos impulsos eléctricos, supone un ejercicio mental muy cercano a la empatía, supone hasta cierto punto ponerse en la piel del interlocutor. Y hay gente que no te escucha. Mucha gente. Mi madre dice que son como paraguas, que les resbala todo lo que les digas, y es un símil apto para reflejar una realidad lamentable.

En esto de escuchar a los demás mi referencia es la “Parábola del sembrador” del Evangelio de San Lucas. Ya sabéis, un sembrador fue a un terreno y de todas las semillas que echó una parte fue pisada o se la comieron los pájaros, otra se secó, otra cayó en las zarzas y solo una pequeña parte floreció y dio su fruto. En la vida real no se trata de la Palabra de Dios, sino de lo que una persona le dice a otra: hay veces que le entra por un oído y le sale por otro, hay veces que el escuchante es impermeable a los problemas ajenos, otras veces parece que hay verdadera empatía cuando se trata solo de quedar bien, y las menos ocurre que la persona que escucha se haga cargo realmente del problema y lo haga suyo.


También es que hay gente muy burra que se empeña en hablarle a quien no tiene que hablar, o se busca interlocutores nefastos. Pero si todo marcha bien, si están hablando dos amigos o personas entre las que hay confianza, nada de lo negativo del párrafo anterior tendría que pasar.

Una vez en la carrera hicimos un ejercicio en clase de inglés. Nos ponían por parejas, uno hablaba y contaba dos problemas que le angustiaban, y el otro era instruido para que la primera vez fingiera aburrimiento, se mirara las uñas, bostezara, etc, mientras que la segunda vez mirara fijamente al del problema, asintiera, mostrara una postura alerta, atenta en general. El resultado es inequívoco (y hay estudios científicos): en el primer caso el atribulado se queda hecho polvo, porque siente que no está sirviendo para nada contar su tema, mientras que la segunda vez se sentía realmente comprendido, en conexión con el otro.


Esto ilustra a la perfección lo que os quería hacer pensar hoy, escuchad a los demás, escuchadlos de verdad prestándoles vuestro apoyo porque eso es lo que hay que hacer y porque –de cabrón- a lo mejor sois vosotros los que mañana demandáis un oído amigo. Este mediodía alguien me contaba su problema y yo me daba cuenta de que contarlo no era fácil, que le estaba costando, pero que a la vez le estaba viniendo bien. Luego esta persona me admitió esto último (se lo pregunté expresamente), y es que no hay nada mejor que sentirse escuchados, y por ende comprendidos, por nuestros semejantes.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Mi nueva cátedra: no comprar libros ni discos


Habéis leído bien, amigos, no estáis mareados (a lo mejor yo sí). Pero estoy sobrio y aunque “eso hoy día, señora, no es garantía de nada” (por citar a Oscar Wilde) he meditado bien todo lo que os voy a decir. No comprar libros ni discos, así acaraperro. Una estricta dieta de austeridad es lo que me he autoimpuesto tras un breve pero intenso periodo de reflexión. ¿Motivo? Vayamos por partes.

A lo mejor los que me conocéis bien os habéis flipado con el título del post. Es cierto: un equivalente sería “La nueva cátedra del Papa: no rezar”. O “La nueva cátedra de Elvis Costello: escribir canciones malas”… Veo que ya me pilláis. Si una persona tan consumista como yo anuncia su intención de dejar de comprarse libros y discos, por narices ha de ser por causa de fuerza mayor, puesto que algo tan ajeno a la naturaleza de uno (digamos a la costumbre, para no ser frívolos) no se hace fácilmente ni por gusto.


Para no hacerme moroso lo voy a revelar ya: dejo de comprar libros y discos por un motivo doble, la falta de espacio vital y la voluntad de ahorro. A vosotros no os puedo engañar, sobre todo lo primero. Lo segundo, que también, pienso que podría subsanarse con un poco de cabeza y sentido común, limitando mucho el consumo y el gasto. Pero cada libro o disco que se adquiere ocupa espacio (por citar a Perogrullo) y eso es precisamente lo que me falta.

Ante tan acuciante problema, dos personas muy allegadas me aconsejan, sin saberlo, lo mismo: que deje de comprarme discos y libros a razón de varios por semana. Bueno, que lo deje en plan cold turkey, o sea, de golpe. Casi imposible, pero lo voy consiguiendo. Durante julio y agosto me he comprado poquísimos de ambos, a lo mejor los mismos o más que vosotros, pero os aseguro que ha supuesto una reducción drástica para alguien como yo. Y me ha costado la misma vida, amigos, como si estuviera a dieta.


Confieso que lo de los libros lo estoy llevando peor que lo de los discos, aunque sin duda hubiese apostado que iba a ser al contrario. Mira que los discos se escuchan mientras que los libros muchas veces se quedan ahí en la estantería (ya lo dijo Umberto Eco, libros hay de tres clases: para leerlos enteros, de consulta y otros que se tienen y nunca se leerán). El buen Luis Manuel Ruiz hizo en su blog una interesante reflexión al respecto, que incluía el ya mítico grito de guerra de su compañera de trabajo “De verdad, no entiendo para qué sirve comprar libros; una vez que los lees, ¿qué haces con ellos?”

Ayer, por primera vez desde mis años universitarios, hice algo que según los expertos en sentido común sería muy lógico. Saqué un libro en préstamo de una biblioteca pública. Porque no he dicho que vaya a dejar de leer o escuchar música, ojo. Saqué Los siete locos (1929) de Roberto Arlt, autor al que definitivamente hay que seguirle la pista... pero de un modo barato y que no ocupe espacio. También ayer me empecé Corazón de perro (1925) de Mijail Bulgakov, que tenía comprado desde la Semana Santa. Pequeñas tretas para continuar en la brecha de ahorrador, amigos, y de alguien que quiere poner un poco de orden en su vida.


¿Significa esto que ya nunca jamás vas a volver a comprarte un disco ni un libro en tu miserable vida, Porerror? El Señor lo impida, señora. Esta es una medida sin fecha límite pero esperemos que provisional. Y esperemos también que mi salud mental lo aguante. Y espero a Navidad, ¿a que no sabéis que es lo que voy a pedir este año?

 
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