Vivencias polimórficas de un treintañero perplejo.

miércoles, 23 de enero de 2013

Tarantino lo vuelve a hacer. "Lo qué?" Léalo y lo verá, señora.





-“Dyango Reinhardt quiere que te apuntes a su quinteto.
 -¿Quién es ese?- pregunto.” 
(Román Piña Valls)



Justo cuando pensábamos que el mejor producto cultural asociado a la palabra “Dyango” que íbamos a conocer en nuestras vidas era la canción “Por ese hombre” (dueto con Pimpinela: es decir: trieto), llega el Tito Tarantonio y nos deja sin aliento con su última barrabasada: Django desencadenado (2012). Conocido es el afán de Tarantino por vampirizar (sub)géneros cinematográficos basura y/o que solo le gustan a él y a 4 frikis y convertirlos en piezas de cine mainstream con una calidad más que notable, cuando no directamente en obras maestras. Sí, ya sé lo que estáis pensando: “4 frikis…”, pues no me incluyo entre ellos, o sea que tiene todavía más mérito y sus pelis me deslumbran todavía aún más incluso.


Tras el blaxploitation, las pelis de kung fú, las de coches de carreras y las bélicas de serie Z, ahora le toca el turno al peor género posible: el spaghetti western. Ya el western de por sí es un género infumable: el más pedante, pretencioso, falsamente divertido y vano. El spaghetti western… me quedo con los espaguetis, la verdad. Por eso tiene tanto mérito que Django desencadenado sea una película tan cojonuda, tan entretenida, sombras moviéndose al ritmo de música sobre una sábana blanca, y todo hecho con materiales de derribo, como esos cocineros que te apañan un plato de cojones con las sobras del día anterior. De hace varias décadas, en el caso de Tarantino.



La historia es simple: un cazarrecompensas alemán que –por algún motivo- se encuentra en el salvaje oeste libera a un esclavo negro a cambio de que le ayude a identificar a unos negreros fugitivos para cobrar la recompensa por sus cabezas. De esta colaboración surge –por algún motivo- una amistad entre el negro y el alemán, ambos se asocian y es entonces el alemán quien ayudará al negro a liberar a su esposa, también esclava, de una plantación propiedad de un cruel caballero sureño. El elenco es maravilloso: Christoph Waltz, Kerry Washington, Samuel L. Jackson, Don Johnson, Franco Nero, Jonah Hill, Leonardo DiCaprio (en su primer papel como hombre adulto)… y –ejem!- Jamie Foxxxxxxx, un rapero/actor al que odio pero que debo admitir en esta peli da el do de pecho (y no lo digo porque aparezca sin camisa…).


Estéticamente, Django Unchained bebe de las películas del oeste setenteras, excesivas, de vivos colores, de esas con banda sonora italiana y paisajes almerienses. El efecto “Frankenstein” de amalgama de elementos (tipografía de títulos de crédito, reciclaje de canciones o nombres de personajes) era algo muy presente en su anterior Malditos bastardos (2009), una peli que considero superior, pero es que la temática de aquella es insuperable. Con los mimbres que tenía, esta de Django es la mejor peli posible para Tarantino, y no faltan sus otras marcas de la casa: ensalada de tiros (aderezada con abundante kétchup), diálogos exasperantes que desembocan en escenas de violencia, ángulos de cámara rrarros, los pies de la chica, humor en momentos inapropiados, truquitos narrativos, sadismo, motes absurdos para algunos personajes…



Con el tema de los diálogos estoy un pelín cabreado porque no me ha quedado más remedio que verla doblada. En Miciudad –por algún motivo- no la exhiben en V.O., con lo cual nos perdemos el acento sureño de DiCaprio (lo disfrutaremos en El gran Gatsby, 2013, de Baz Luhrmann? Shshshshshshs…!!!) y las hablas negras de… todos los personajes negros, que en español hablan como si fueran paletos imposibles. Antes del estreno, el buen Fran G. Matute ya dio la clave: “Django. La ‘D’ significa ‘doblada’”. Gracias! No quiero ser esnob, etc, etc, pero sospecho que si, pese a sus dos horas y tres cuarto de metraje, la película no me aburrió un solo instante e hizo mis delicias (y pese a Jamie Foxxxxxxxx), qué no la hubiera disfrutado de haberla podido verla en inglés.


Mi conclusión es que vayáis a verla sea en la lengua que sea (ahora me estoy acordando de que hay partes en alemán, y de varias cositas que dicen los negros, ay!!!), porque sin ser un obrón maestro redondo, la peli es magnífica. Y divertidísima, pese a contar con algunas escenas de extrema violencia. El nivel de sadismo de esta peli se encuentra a caballo (nunca mejor dicho) entre Reservoir Dogs (1992) y Malditos bastardos, diría, o sea que medio-alto. Pero Tarantino todo lo hace tan risible y tan kétchup que da la risa (contaría un par de escenas claves pero no quiero espoilear, para quien la haya visto solo diré “Lara Lee” y “dinamita”). Al salir de ver los Bastardos, el buen Kike anunció: “Por fin una película de nazis fiel a la verdad histórica!”, y yo ahora lo parafraseo diciendo: “Por fin una película del oeste divertida!” Y cuál es el truco, aparte de ser de Quentin Tarantino? Que no es del oeste, claro: es del sur... (Ya, ya ya, ya…).

martes, 1 de enero de 2013

No tengo ganas de verte cocinar. De nada.


(Dedicado al buen Primo Antonio, entusiasta lector de los que soplan bajo las alas de este blog)




Ya lo cantaban nuestros admirados Hombres G: “Por eso no, no, no, no te quiero ver” y García Lorca: “¡Que no quiero verla!” Hay cositas que no queremos ni debemos ver, al menos obligatoriamente. Usted quiere presenciar una operación de quirófano? Me consta que hay gente que se las pone en YouTube, sobre todo si les van a hacer a ellos la misma, para informarse/espeluznarse. Pero es voluntario, lo mismo que un parto, algo que a mí no me parece terrible pero hay gente que al verlo se desmaya. Acaso es usted de los que mira por detrás los tapices? De los que abre los ordenadores para ver cómo son por dentro? Salvo que se sea profesional, eso es lo raro, la verdad. Incluso aquellos simpáticos relojes de pulsera Swatch transparentes que enseñaban las tripas no pasaron de ser una novelty, porque una cosa así se puede contemplar un minuto y hace gracia, pero… de verdad se la quiere usted pasar mirando ruedecillas y engranajes si no está viendo una película de Chaplin?

Las cosas tienen dos partes, a saber: la de dentro y la de fuera. Y la de dentro (o de detrás) no se ve, gracias. Pero Estatuas Verdes, siempre a la vanguardia de la chorrada lleva unos meses constatando con preocupación una turbadorísima tendencia: los restoranes con cocina a la vista de la clientela. “Ja, ja, ja, ja! Qué buena idea!” …O no.

Ya sé lo que me vais a decir: “Se llama show cooking”. Sí, sí, sí, ya lo sé, señora: yo también veo el telediario de Antena 3. Y también sé que una cosa es que en un momento determinado –como novelería- pueda tener cierta gracia ver cómo preparan tal o cual plato, o ver cómo te fríen a la plancha lo que sea pero por lo general, cuando la comida llega a mi mesa me suele gustar que ya esté terminada, mucha gracias. Igual que me pongo un traje o me leo un libro y no soy el jodido Funes el Memorioso, no necesito imaginar ni mucho menos ver cómo se ha cultivado el algodón, se ha hilado la tela, se han cortado los patrones, se ha cosido la sisa, etc. o lo mismo para el símil del libro, que ahora no me apetece completar, pues de igual manera digo que cuando me llega una elaboración a mi puesto de comensal no quiero saber cómo ha sido elaborada.

Y si lo quisiera, ya me enteraría de la receta, o buscaría en internet las técnicas culinarias, o vería un programa de cocina en la tele, que son cojonudos y me encantan, con la posible excepción de que no estoy yo allí delante sentado esperando a que Arguiñano termine para zampármelo. Si Dios permitió que en la evolución natural la cocina y el comedor sean dos habitaciones diferenciadas, por mucho open concept, cocina americana y el programa ese de Divinity donde derriban paredes a la hora de la siesta, qué infame bromista urdió la idea de que a los clientes de un bar o restorán les apetecía ver cómo les preparaban las cosas? Sin duda, uno que no vio el episodio de Chris Peterson en el que nuestro chico se hacía Inspector de Sanidad y se le caían los ojos al suelo…

Porque una cocina no es bonita, amigos. Y lo sabéis. No es vuestra madre pelando guisantes con cariño, o un calvo venezolano preparando con sumo cariño una brunoise, como en la tele. La gente en las cocinas de verdad saca las cosas de tupperwares trasparentes, echa las salsas desde esos infames biberones que los de mi generación asociamos al kétchup y la mostaza de feria y cuando emplatan algo, lo hacen con la prisa, desgana y poca gracia de quien está trabajando, que es precisamente –oh, sorpresa- lo que están haciendo los que cocinan en bares y restaurantes a los que usted acude como cliente.

Los llamados “gastrobares” están haciendo mucho daño, digámoslo ya. Su sola existencia ha provocado cataclísmicos cambios en nuestra forma de consumir el papeo. Ahí están si no para atestiguarlo los famosos platos cuadrados o esos recurrentes debates en la radio local sevillana acerca de la “muerte de la tapa”. A algún genio debió de ocurrírsele que, si ver a cocineros orientales preparando un wok con energía o enrollando sushi mola (y ha podido molar exclusivamente por lo exótico, no nos engañemos), lo mismo molaría ver untar una tosta de paté. Pero no. Asistir a un flambeado mola, amigos, pero ver cómo un bigardo que a lo mejor no lleva las manos todo lo limpias que nos gustaría coge verde de un tupperware y nos la echa en un bol para luego regarlo con un biberón de vinagreta, pues no me apetece contemplarlo en directo a dos metros de mí, gracias.

Llamadme nazi (de hecho, lo hacéis a diario) pero este año me ha llegado a ocurrir que fui a un restorán a comer en el trabajo, me pedí salmorejo, uno de mis platos favoritos, imposible de hacer mal, y como estaba sentado enfilado con la puerta (abierta) de la cocina pude ver cómo la cocinera, con sus santos cojones, me llenaba el plato con un cucharón gigante ahondando en una tarrina de dos litros de salmorejo prefabricado. 9 euros vale el menú del día en ese sitio. Recientemente también, en un por otra parte excelente gastrobar de Miciudad, de esos de platos cuadrados de pizarra, vi –por estar la cocina al aire, detrás de la barra- cómo el cocinero recogía de la mesa unas migas de tartar de salmón que se le habían caído en la mesa en el trasvase del tupperware al plato cuadrado, y las ponía en el plato, oiga, con asaz desparpajo (“Nadie me ha visto” –vous comprenez, salvo que tu cocina no tiene paredes, chulo, parece que la ha diseñado Hillary, la decoradora del canal Divinity).

Y no es que uno sea un ingenuo y piense que en las cocinas de los bares y restoranes reina la paz como en las canciones de los Payasos de la Tele, ni que las gastrotapas las preparen los ángeles mientras los cocineros levitan (como en un jodido cuadro de Murillo); veo el programa del Chef Chicote (Respec’!) y me doy cuenta de cómo rula la cosa. Pero precisamente por eso, amigos restauradores, gastrofamilia, es que me gusta la fantasía y la alegría de que me traigan a la mesa o barra una cosita rica donde antes no había nada, es parte del encanto, que se rompe si tengo que ver a vuestras cocineras con zuecos de goma y el dedito amarillo de nicotina. Mantengamos la ilusión, no? Será todo mucho más agradable: los Reyes Magos, el Ratoncito Pérez, la extra de Navidad, las cocinas armoniosas y creativas: hay cosas que no existen pero da calorcito creer en ellas. De modo que acabo este post sobre la cocina de los locales como el clásico acababa su poema:  “¡Yo no quiero verla!”

 
 
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